Mito derrumbado: Titanic, la película

Por: Elvira

Publicado en noviembre de 2008

Qué duro es crecer. Se pierde la inocencia y el romanticismo. Uno se vuelve una caradura que ya no suspira con nada. Y comienza a develar muchos engaños de la infancia y adolescencia. Uno de ellos, la película romántica de todos los tiempos: Titanic.

Estábamos con Susana en uno de esos trancones capitalinos rumbo a un concierto y caímos en cuenta de que Rose es una bandida cretina. Y Jack Dawson una hueva. Hasta ahora (diez años más tarde) surgen estas reflexiones, pues aún teníamos el recuerdo quinceañero de la película cuando la vimos. Diez años atrás mocosiamos y suspiramos en el cine al compás de cientos de adolescentes gritonas y chillonas como nosotras. Pero ahora la historia es diferente.

Rose, una joven divinamente, de altísima alcurnia, termina enredándose con un polizón que con una arregladita parece casi tan aristócrata como ella (claro, por lo mono). La muy bandida de Rose se levanta a Jack después de un intento ridículo de suicidio. El pobre bobalón de Jack termina pagando los platos rotos por culpa de la muy solapada de Rose, que no es capaz de aceptar su culpa frente al guardaespaldas de su “fiancé”. Esta púber tiene “fiancé”, está comprometida -con un desgraciado-, pero igual comprometida.

Ella, a sus 15, es casta y pura. Aunque más inocente es la Chicholina que la arribista de Rose. En la primera oportunidad que tiene, le posa desnuda al primer pintor fracasado que se le aparece, usando solo un diamante gigante. Y después se lo da en un carro, en el que por cierto hace una extrañísima contorsión de mano que se ha convertido en un hito.

La historia de los párvulos dura como tres días antes de que el barco se estrelle. Y la desparpajada de Rose, como si supiera lo que se viene, no tiene tiempo que perder. Por eso, aprovecha esos diítas para comerse a Jack, armarle bonche a su prometido, poner a corretiar a todo ese barco detrás suyo, agarrarse con su mamá, posarle en bola a un aparecido, mezclarse con el pueblo, emborracharse como si supiera que para los enfiestados no habría un mañana pero para ella sí, y enamorarse perdidamente de su ‘one night stand’. Todo muy decoroso para una quinceañera nacida en cuna de plata a finales del siglo XIX.

El barco se estrella contra un iceberg y el desastre es total. Para casi todos, pero no para Rose. No entendemos cómo, pero mientras miles se ahogan y se desnucan con la hélice gigante, esta mujer logra pasar por encima de cuanto niño, anciano e inválido hay en ese barco para salvar su pellejo. Mientras tanto, al pelotudo de Jack lo encierran y lo amarran en un cuarto por culpa de Rose la recochera, quien al final de cuentas es capaz de soltarlo, solo para que el tipo le consiga una puerta gigante donde la reina pueda explayarse y flotar a sus anchas.

Ahora llegamos a lo que más rabia me da de toda la película. El barco está a punto de hundirse. Cientos de pasajeros han muerto desnucados y ahogados, así que el badulaque de Jack le da unos consejitos prácticos a la Rose para que en el momento de la succión la vieja no se ahogue. El barco se hunde y logran salir a la superficie. Hasta ahora vamos bien. Hoy por ti, mañana por mi.

Ya con el barco en las profundidades del océano (y seamos redundantes), un mar de gente flota en el agua helada sin esperanza alguna de quedar con vida. Madres se abrazan a sus bebés mientras estos mueren congelados, grupos de personas pelean por un flotadorcito enano tratando de salvar sus vidas, cuerpos mutilados por las hélices flotan por ahí, niños se hunden tras morir ahogados y congelados… ¿y dónde están la inconsciente de Rose y su llaverito Jack?

Vemos entonces a la engreída de Rose tendida en una puerta como de 5 metros de ancho por 10 de largo, mientras le agarra la mano al amor de su vida que se está congelando en el agua y se prometen amor eterno. Nuevamente hacemos el paneo de la situación: ya sabemos que como doscientas mil personas están chapuceando para mantenerse vivas, y ella fresca en esa puta puerta flotadora, que por cierto, es la única que quedó. A esta cretina no se le ocurre por un nanosegundo decirle al tipo, “venga, súbase”. No. La vieja se pone a cantar, se echa un motoso y asume que el tipo va a estar vivo después de estar tres horas en el agua helada. Así las cosas, el tipo se congela y ella deja que tontolindo se vaya al fondo del mar jurándole que va a cumplir la promesa de nunca dejarlo ir.

La tipa obviamente se salva y cuando los rescatistas preguntan su nombre, ella se otorga el apellido de su difunto amor a quien no fue capaz de dejarle un espacio en su enorme puerta flotadora. Años después, la muy insolente le cuenta a sus nietos la historia de su infidelidad, y tiene el descaro de decirles que el abuelo fue el clavo que sacó el otro clavo, Jack, al que no se le dio la gana de montar en la puerta gigante porque para ella, donde come uno, sólo come uno.

Todos suspiran ante su gran historia de amor, que no es más que la historia de una narcisista odiosa. Y llegamos al día de su muerte (porque hierba mala se demora harto en morir). Rose, ahora una anciana detestable, se levanta de su lecho y se dirige a la popa del barco. Saca del bolsillo de su levantadora el diamante gigante que usó para que tontolindo la dibujara y, ¡OH, lo bota al mar!

Esta aristócrata prefiere botarlo antes que dejárselo a la humanidad o a alguien que probablemente podría acabar el hambre de por lo menos un país tercermundista con lo que cuesta ese diamante. Pero no… ella tiene que botar el rarísimo y único en el mundo diamante azul porque representa al tipo que juró no olvidaría nunca, a quien manipuló, usó, y dejó morir para que ella pudiera vivir 158 años.

Como duele crecer. Como duele crecer y darse cuenta de los timos que Hollywood nos ha metido.

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