Por: Elvira
junio 2, 2016
Susana sufre de un caso agravado de germofobia o misofobia. Todo lo que se traduzca en un estornudo, una sacudida de manos o un beso de saludo le da fucú. Yo no sufro de ese caso extremo, salvo que alguien estornude en un lugar pequeño y encerrado, como un ascensor. En ese escenario, veo los gérmenes volar en cámara lenta de la nariz y boca del estornudiente –palabra que me acabo de inventar, creo-, y entrar en cámara aún más lenta por mis fosas nasales. Eso, simplemente, no lo soporto.
Hay gente que sufre de fobias rarísimas: hexakosioihexekontahexafobia, miedo al número 666; xantofobia, miedo al color amarillo; turofobia, miedo al queso; hipopotomonstrosesquipedaliofobia, miedo a las palabras largas; tripofobia: miedo a los agujeros, y la lista sigue. Yo no sufro de ninguna de esas, pero creo que sí sufro levemente de podofobia, fobia a los pies. Pero no de todos los pies, de los pies feos.
Hace unos años empecé a salir con un tipo que me flipaba. Era churro, alto, queridísimo, chistoso y ¡hasta sabía cantar! Con unos amigos armamos plan a la playa y nos fuimos todos una semana entera. Era el escenario ideal para que un romance como de telenovela venecoazteca se gestara. Pero, toda la ilusión romántica se me vino al piso cuando, recién desempacados, el tipo me dijo que fuéramos a dar un paseo por la playa. Y ¡zuaz! Se quitó sus adidas retro y le vi los pies. Eran horrendos. Contrahechos, pequeños, regordetes y con dedos disparejos. Eran la antítesis de su misma presencia. Es que, ¿cómo era posible que un tipo de 1.90 con semejante pintonón tuviera unos pies tan horrorosos? Eran unos pies en el cuerpo equivocado.
Instantáneamente, la imagen de sus pies se me clavó en la mente. No podía hacer otra cosa que pensar en ellos mientras el tipo, todo romántico me decía, entre otras cosas, que él necesitaba un bastón en su vida como yo. Otro punto que me llevó a decidir inmediatamente que no podía existir la menor posibilidad de tener algo con él. Es que, ¡tras de cotudo con paperas! Porque, además de tener los pies más feos que he visto en la vida, el tipo pretendía conquistar mi corazoncito diciéndome que yo era su perfecto sostén. Ni más faltaba, eso era una condena inmediata al fracaso. Suficiente tenía yo con mi vida, mis problemas y mis preocupaciones como para cargarme los de otro con buena voz y piececillos de mutante.
En el momento en que el tipo se lanzó a darme un beso, le quité la cara y le monté la escena más cliché que he hecho en mi vida, digna de Maria Conchita Alonso. Llena de lugares comunes tipo, no estoy lista para esto, es demasiado rápido, no eres tu, soy yo, y una sarta de frases llenas de aire caliente que lo único que indicaban era que la verdadera razón del desplante era aún peor que el desplante mismo. Es que, ¿acaso qué le iba a decir? ¿No soy yo, son tus pies? O ¿No eres tu, son tus espantosos pies?
Esto me llevó a pensar en un capítulo de Friends en el que Chandler sale con una mujer que tiene una prótesis y esto le causa serios problemas. Después de que finalmente se anima con la mujer y están a punto de tirar, ella nota el tercer pezón de Chandler. Le dan escalofríos, lo echa y le dice que no puede con eso. Las fobias son caprichosas e irracionales y, como los papás, uno no las escoge. Mi fucú con los pies tal vez sea porque es un reflejo inconsciente de algo que debo tener yo con los míos. Porque aclaro, los míos no son ni largos, ni flacos, ni estilizados, parecen más bien pies de niño aunque son proporcionales a mi altura, y están lejos de ser dignos de comercial de esmalte o de esos aparatos para quitarse las rugosidades.
Siempre que me preguntan que qué es lo primero que le miro a un hombre, respondo que la cara. Aunque en realidad debería responder que quisiera verle los pies antes que cualquier otra cosa, aunque en este mundo es imposible ir pidiéndole a la gente que se presente y se quite los zapatos y las medias.
Quítate las medias, no preguntes por qué, podría ser el reguetón o la balada romántica que nunca escribiré.


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